Las cinco heridas de la infancia y su repercusión en la edad adulta
Desde el momento de nuestra gestación, y conforme vamos creciendo dentro del útero de nuestra madre, estamos captando la información que nos llega de ella y del entorno, ya sea en forma de emociones, sensaciones, a través de la vibración del sonido de sus palabras o de la música que viene del exterior.
Comenzando en el viaje que es la vida, somos un canal y fuente receptora de todo tipo de estímulos: ruidos, (fuertes o suaves), caos, gritos, violencia, sentimientos de rechazo, de aceptación, de calma, de amor… Todo, absolutamente todo, va calando; y vamos creciendo envueltos en ese contexto, a través del cual, nos vamos configurando como seres humanos.
Desde el mismo instante en el que salimos al mundo, desde el segundo que nacemos, e incluso antes, toda esa inmersión de información que nos envuelve impregna nuestra existencia. Estamos constantemente co-creando el vínculo y el apego con los adultos y con el entorno. Además, debido a que sin nuestros cuidadores no podemos sobrevivir, comenzamos a configurar los primeros ajustes para ser aceptados y amados, al tiempo que lidiamos con comprender quiénes somos en realidad.
Vamos fabricando una identidad en base a los únicos referentes en los que nos hemos visto reflejados: los adultos que hay en nuestras vidas y que nos hacen de espejo.
La alegría y la autenticidad de comenzar a reconocer-nos, y fluir con nuestra esencia, se va difuminando o diluyendo a medida que vamos creciendo y se nos dictan y corrigen nuestras necesidades y expresiones más naturales, genuinas y espontáneas; bien sea riñéndonos, castigándonos, pegándonos, burlándose de nosotros o riéndose, (por aparentes tonterías), e imponiendo lo que es correcto o incorrecto, lo que está bien o mal. Se nos manda callar, se nos dice cómo tenemos que pensar, o lo que debemos o no debemos sentir; se nos ponen etiquetas como, por ejemplo, eres "travieso", "mala", "movido", "mal estudiante" "problemática". O incluso etiquetas que pudieran parecer más positivas como "qué guapa", o "qué listo eres", marcando así un precedente de expectativas sobre cómo se debe ser, o no ser, y sobre cómo va a funcionar vivir en el mundo desde ese momento.
También se aplican frases como: "No hay que llorar", "Hay que ser fuertes", "El sexo es algo malo o tabú" o se ríen de nuestras necesidades escatológicas o las tendencias sexuales que van emergiendo. Todo ello, conduce a que el niño comience a percibir que ser natural es malo. Empieza a ver que si es sincero, y si se expresa desde su sentir real, alterará demasiado el mundo de los adultos.
Lo más duro y difícil, sin embargo, es que el mundo de los adultos es su propio mundo y no puede escapar de él, no tiene recursos y, además, es el lugar donde precisamente está en juego su supervivencia. Por consiguiente, sus cuidadores se convierten en su amenaza y, a la vez, son el único espacio seguro al que acudir. El niño comienza a creer que si es auténtico es erróneo. Que no tiene derecho a ser él mismo, o ella misma. Pero tampoco tiene las facultades cognitivas de un adulto, ni puede recurrir a los recursos biológicos de huida o ataque para defenderse de esa situación; así que tendrá que buscar otros sistemas o ajustes de adaptación. Recordemos que todo esto es inconsciente, ya que un niño no tiene el discernimiento ni los conocimientos de todo lo que le sucede. Así que, ante la imposibilidad de ser y saber quién es en realidad, y poder expresarse con autenticidad, comenzará a aparecer vergüenza, frustración y paralización que, a su vez, se vuelve dolor y que se manifiesta en forma de rabia. Pero esta rabia tampoco es bien recibida por los adultos así que, una vez más, se inhibe su expresión, calificando al niño/a de rebelde, gamberro, problemático, llorón, o cualquier otro adjetivo.
Consecuentemente, y posteriormente, el niño comenzará a resignarse y a transformarse, construyendo o configurando una máscara que, en un inicio, es como un ajuste creativo, (flexible), pero que, sin embargo, con los años, se convertirá en un ajuste conservador y rígido, que creará lo que se denomina "personalidad".
Las carencias y negligencias afectivas en la infancia producen una brecha entre nuestra verdadera esencia y la máscara que construimos, de forma inconsciente, para protegernos y sobrevivir.
La personalidad es una máscara socialmente aceptada. Cuántas veces habremos escuchado: "Es su personalidad", "Yo soy así", lo cual entraña la falsa creencia de que la personalidad es algo rígido, sinónimo de identidad y que es inamovible. Sin embargo, también podemos ver que pueden haber conductas o patrones disfuncionales producto de esa máscara como, por ejemplo, tener miedo a las relaciones, ser una persona abusiva o violenta, tener adicciones, codepencia emocional, aislamiento, baja autoestima, depresión, falta de entusiasmo por la vida, creencias limitantes, etc, etc. conductas que, en muchos casos, se asocian a la personalidad. Un ejemplo más concreto para identificar esto sería el siguiente: imaginemos que una persona tiene una baja autoestima, fruto de críticas que recibía en su infancia, tanto por sus cualidades intelectuales o de rendimiento, como por su físico. Esta persona, en su edad madura, puede actuar de forma complaciente, sin quejarse de nada, ayudando mucho a los demás y sin expresar nunca enfado. A ojos del mundo, pudiera etiquetarse como que esta persona es una buena persona, (y que esa es su personalidad), sin embargo, lo que subyace en el fondo, y que no es visible, es que no ha aprendido a poner límites, no conecta con la fuerza del enfado porque lo tapa, se vuelve complaciente porque busca, inconscientemente, la aprobación de los demás y que, al mismo tiempo, (y aún más inconscientemente), es la búsqueda de aprobación de sus padres. No conecta con su verdaderas necesidades, ni transita emociones como la rabia que podría ayudarla a empoderarse.
Todos podemos tener una o más heridas de la infancia y, aunque haya una herida nuclear imperante, pueden haber trazos de unas u otras que se solapan. Todo depende de varios factores o particularidades como, por ejemplo, que cada niño es único, cada contexto y vivencias son únicas y, muy importante, la forma en que cada niño percibe e integra su propia experiencia, o situación, ya que esta también es única. Sin embargo, siempre hay algo que ha tenido un mayor impacto traumático, y que ha contribuido a construir la máscara también denominada "falso ser". Las consecuencias se observan en las relaciones y, más llamativamente, en las relaciones de pareja. En estos contextos, se desencadenan y se activan los detonantes de las heridas no sanadas como, por ejemplo, en relaciones ambivalentes y tóxicas; desconexión o dificultad para "sentir"; autoestima dañada; tendencias huidizas, evasivas y de autoprotección; control, manipulación, abusos, codependencia, celos, ansiedad, exigencias, mentiras, adicción emocional, etc, etc.
Todas estas conductas, patrones y dificultades se pueden comprender y trabajar dentro del contexto de las cinco heridas de la infancia que propone la escritora Lise Bourbeau y sobre las que, actualmente, se basan diversos enfoques que abordan los condicionamientos, dinámicas y traumas que, como adultos, afrontamos en las relaciones.
Las defensas, o máscaras, que se conocen como las cinco heridas de la infancia están clasificadas en cinco: ABANDONO, RECHAZO, HUMILLACIÓN, INJUSTICIA Y TRAICIÓN.
1-HERIDA DE ABANDONO: El niño se ha percibido abandonado en algún momento o durante toda su infancia. Sus padres estaban ausentes física o emocionalmente. La máscara que se genera es de DEPENDENCIA; y se expresa en relaciones de estilo de apego ansioso, búsqueda de aprobación constante, inseguridad, miedo al abandono, baja autoestima y mucho temor a afrontar la ruptura de una relación. La persona con esta herida hará todo lo posible por gustar y tener la atención del otro. Se puede perder de sí misma, sin atender ni escuchar sus verdaderas necesidades, lo que le llevará a una constante tendencia de ser muy complaciente.
2-HERIDA DE RECHAZO: El niño no fue aceptado tal y como era, o no fue deseado. La máscara que se genera es HUIDA con conductas evasivas, miedo al compromiso en las relaciones, aislamiento, frialdad y desconexión emocional. También puede haber una creencia inconsciente de tipo: "no soy digno de ser amado".
3-HERIDA DE HUMILLACIÓN: El niño, o niña, sufrió ridiculización, menosprecio y crítica durante su infancia. Los adultos se burlaban de él, lo humillaban o le avergonzaban. La máscara que se genera es la del MASOQUISMO y se manifiesta en la edad adulta de las siguientes formas: se queda en situaciones que le perjudican, se hace daño a sí mismo para sentirse visto, útil y válido. Se avergüenza de sí mismo y de los demás. Tiene dificultades para conectar con sus propias necesidades y expresar los propios deseos y sentimientos.
4-HERIDA DE INJUSTICIA: Cuando el niño o niña tuvo padres rígidos, autoritarios, fríos, muy duros y nada respetuosos hacia sus deseos, y sentimientos se configura la máscara de RIGIDEZ, que se manifiesta en la edad adulta con actitudes, emociones y síntomas de frialdad, desconexión de los sentimientos, ocultación de las emociones, exigencia, control, dureza, sensación de ineficiencia, inutilidad, perfeccionismo y autoexigencia.
5-HERIDA DE TRAICIÓN: Los adultos no cumplían lo que prometían al niño, o niña. Le mentían, le ocultaban cosas. También se puede gestar esta herida si el niño vio conductas de traición entre los padres como, por ejemplo, infidelidades, mentiras, manipulaciones, traiciones, decepciones, etc. La máscara que se genera y sus consecuencias al ser adultos es de CONTROL. También se manifiesta como timidez, prepotencia, aislamiento, desconfianza, desmerecimiento, rigidez, intransigencia, imposición, dificultad para mostrar la vulnerabilidad y perfeccionismo.
La gran tarea que tenemos como seres humanos consiste en ir hacia nuestro interior, ver nuestras heridas, identificarlas, atenderlas y darnos automaternaje. Cuidando a nuestro niño o niña interior proveyéndonos de un bálsamo de auto amor constante. Es imprescindible abordarlo, no solo desde lo cognitivo, sino bajando al cuerpo, a descongelar, desbloquear, liberar, llorar, abrazarnos a nosotros mismos y movilizar la energía.
También es muy importante aceptar que nuestros padres lo
hicieron lo mejor que supieron y que pudieron. Ellos cargan con sus propias heridas
fruto de sus vivencias con sus padres, abuelos, y bisabuelos. Formamos parte de todo un árbol transgeneracional y sus correspondientes repercusiones. Es difícil, a
veces, imaginar que nuestros padres también fueron niños pero, si hacemos un
trabajo de exploración, visualización y perdón podremos verlos con los ojos de
la compasión y la ternura. Todo un camino de amor y paciencia, merecedor de ser
transitado.